jueves, 22 de septiembre de 2011

El Sueño de las Aguas Desbordadas


          Esta entrada está dedicada a Pedro A. González Moreno que tan bien supo transmitir lo que muchos sentimos los inviernos pasados con la vuelta de las aguas a esta reseca tierra. Un Guadiana vivo, unos acuíferos llenándose en una carrera contra la avaricia humana, pero sobre todo, vida, mucha vida al ritmo de las aguas. Las fotos pretenden acompañar las palabras de Pedro y mostrar un ápice de lo que pudimos vivir con esas aguas y sus frutos.


            Estamos acabando septiembre y junto con los tres meses anteriores apenas suman nueve litros de precipitación en Ciudad Real. Hay que decir que todos los demás meses superaron sus medias y que la situación aquí es mucho mejor que en otras zonas de España menos favorecidas este año por la lluvia. A ver si hay suerte y ocurre como los dos últimos años cuando llovío en la luna de octubre que "siete lunas cubre”. Hace dos años se llevó al extremo el refrán y en Aragón, donde esa luna fue de nieve, ya a la quinta luna y nevada, hasta los periódicos decían que ya solo quedaban dos nevadas más.           


            Llevamos dos años excepcionales de lluvia y estudiando la lluvia desde hace cien años, pocas conclusiones se pueden extraer dentro de tanta irregularidad, pero hay una que nos dice que los periodos de sequía vienen a durar una media de cuatro años y los de lluvias dos. Espero que esto no sea matemáticamente exacto y que podamos disfrutar de un nuevo años de aguas. Con el invierno del 2009-2010 se llenaron todos los ríos, lagunas y embalses, el cambio de paisaje fue total.



             Un día de marzo de 2010 recuerdo haber leído, en "El Lanza",  un artículo que me dejó impresionado “El sueño de las aguas desbordadas”. Tal fue la impresión que me causó que busqué al autor, Pedro Antonio González Moreno, hablé con él y le pedí permiso para repartir su artículo en una Conferencia que tuve el honor de dar celebrando el Día Meteorológico Mundial en Castilla la Mancha. Posteriormente he disfrutado mucho leyéndole, tanto en prosa como en verso, lo que recomiendo sin dudarlo. Todo lo que dice lo hemos sentido muchos en esta tierra, pero nunca lo podríamos haber comunicado mejor. Gracias Pedro.




El Sueños de las Aguas Desbordadas

          Se cumplió por fin en La Mancha el sueño de los ríos. Se cumplió con la errática pero implacable periodicidad de los ciclos naturales, que no faltan jamás a su cita. Se desataron todos los elementos y el sueño de las aguas desbordadas inundó la llanura, para devolver a La Mancha una estampa de inviernos muy antiguos que no figuraban ni en las páginas de los más viejos calendarios. Entre la maldición bíblica de la sequía y la maldición cíclica de los diluvios estacionales, la lluvia se hizo real en la llanura como para demostrar que el milagro sigue siendo posible todavía.


          Y gracias a ese milagro, en las Tablas de Daimiel se apagaron las hogueras humeantes de las turbas, bogaron otra vez las barcas, y los tarayes volvieron a peinar sus ramas sobre el espejo del agua. Y aunque los Ojos del Guadiana aún continuaban sin manar en Villarrubia, las esquilmadas cavernas interiores del suelo manchego comenzaron a rugir y a saciar su sed, después de tantas décadas de sobreexplotación y de sequía.


          El mágico y desmemoriado Guadiana recordó su curso y, exhibiendo su musculatura fluvial, volvió a dar saltos de trapecista en Ruidera, donde las lagunas recobraron el ruido de su nombre, que fue siempre el ruido de la vida. El viejo padre Guadiana, con sus ojos todavía cegados, se ensanchó hasta las ruinas de Calatrava la Vieja, cuyas murallas en otro tiempo le pertenecieron; y cansado de ser un río mendigo, se convirtió otra vez en príncipe de los prodigios, y mostró la inmensidad de su poder, que no conoce límites ni sobre la tierra ni por debajo de ella.


          Río prestidigitador y siempre caprichoso, el Guadiana no sólo volvió a estallar en Ruidera con rumor de cascadas, y no sólo se sumergió de nuevo antes de devolver a las islas de las Tablas su condición de islas verdaderas; también llegó a invertir su curso desafiando todas las leyes fluviales, después extendió su corriente hasta los arcos del puente Viejo de Alarcos y, mucho más hacia el oeste, incluso se atrevió a desbordarse, distraídamente, en los perezosos meandros que traza antes de llegar a Puebla de Don Rodrigo.


          Pero más acá, donde el Guadiana es joven todavía, vimos un extraño paisaje de socavones y hundimientos, causados por la circulación subterránea del agua en las profundidades del acuífero. Igual que le ocurrió al Azuer o al Guadiana en Daimiel, o al Cigüela en Alcázar, la tierra, hueca y reblandecida, abrió sus fauces sedientas para tragarse los ríos. Y esos socavones, abiertos como respiraderos del infierno, parecían pozos naturales que nos recordaron la vergüenza de esos otros pozos -legales o ilegales- que habían sido excavados por la mano del hombre.


          Vimos los olivares y las quinterías y las viñas inundadas, y también otras inundaciones más ocultas, pero no menos insólitas, como la cueva del Cerro de la Encantada, que se llenó de agua como para reivindicar, en el corazón del Campo de Calatrava, su primitiva función de aljibe. Y despeñándose por la Atalaya calzadeña, vimos escorrentías que rasgaron las laderas y dejaron en ellas tallado el violento arañazo de sus cárcavas.
          Llovió vallejianamente como nunca y los pantanos, igual que juguetes hechos a la medida de los hombres, fueron incapaces de albergar un diluvio que parecía hecho a la medida de los dioses. Y desde los embalses de Peñarroya o El Vicario, desde Vallehermoso, el Fresneda y el Jabalón, o incluso desde la titánica presa de la Torre de Abraham, se precipitaron torrentes que los cauces, olvidados ya de su costumbre, no pudieron absorber. Los menesterosos afluentes del Guadiana despertaron de pronto y pudimos asistir, sobrecogidos, al espectáculo de un Jabalón indómito que en Granátula inundaba la ermita de la Virgen de Zuqueca y cubría los restos de su necrópolis; o que más allá, bajo el puente de Ballesteros, rugía con un fragor de aguas bravas.


          El Azuer vio cumplido su sueño de anegar Manzanares y de llegar hasta los cimientos de las casas de Daimiel. El Záncara recuperó la memoria perdida de su caudal, el Cigüela volvió a cubrir, milagrosamente, los cuarenta ojos del puente de Villarta, y hasta el Tirteafuera vio que, a su paso por Argamasilla, se levantaban diques para contener sus crecidas. Y al poderoso Bullaque lo vimos creciendo y desbordándose, con delirios de un mar represado, en la Torre de Abraham; y más tarde, en su desembocadura, lo vimos poniendo cerco a las calles rampantes de Luciana.
          Vimos un tumulto de arroyos que recuperaron, de golpe, su identidad perdida, y que vieron también hacerse realidad su sueño de aguas desbordadas: el Alhambra, que inundó las tierras rojas del Campo de Montiel; el Pellejero, que despertó, tras quince años de letargo, para anegar los campos de Torralba, o el arroyo Sequillo, que convirtió Calzada en un pueblo sitiado por el agua.


          Fue la canción antigua de los ríos, el sueño de los cauces desbordados. Fue el grito ancestral de la naturaleza, ese grito que después la Administración y la prensa reducen a frías estadísticas, a una enumeración de daños para la declaración de zona catastrófica. Pero la naturaleza carece de conciencia y de piedad, no comprende el lenguaje de los regadíos, ni el de las promesas electorales, ni el de las atrocidades urbanísticas. La naturaleza se limita a fluir, igual que los ríos, y como ellos sólo pretende encontrar unos cauces que le fueron, en algunos casos, usurpados.


          Esquilmamos la naturaleza y acotamos con vallas o con muros unos territorios que sólo a ella le pertenecen. Construimos diques para represarla y luego nos asombramos ante las embestidas de su poder telúrico, que algunas veces parecen adquirir el color de la venganza. Edificamos en las riberas de los ríos y luego nos lamentamos de que las casas se inunden. Actuamos como la peor fuerza erosiva de la tierra, y después nos resultan incomprensibles y crueles las catástrofes naturales, que nos sitúan ante el espejo de nuestras miserias, de nuestra impotencia y nuestra pequeñez. Y sin embargo, a pesar de nosotros, la naturaleza, como los ríos, sigue su curso, bella o devastadora, pero indiferente siempre, ajena a nuestros intereses y a nuestros sentimientos.


          Entre la maldición y el milagro, las aguas volvieron a adquirir en La Mancha las tres dimensiones del asombro: discurrieron, se desbordaron y saltaron en una danza cíclica y lujuriosa, tal vez irrepetible ya para nosotros. Pero esa pavorosa exhibición de la naturaleza tenía también una cierta fragilidad de espejismo. Se cumplió el sueño de los ríos; pero los sueños, incluso los más hermosos, son fugaces. Y que ese sueño se convierta en una realidad duradera, no sólo depende de la generosidad de los dioses, sino también – y en mayor medida- de la voluntad de los hombres.


                        Publicado  originalmente  el  16 - 03  - 2010   en    LANZA  -  Diario de Ciudad Real   -   
                                                                                            Pedro A. González Moreno                 



1 comentario:

  1. Leído veinte veces no pierde ni una brizna de su fuerza. Fcaro.

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